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El Apagón

Pasaron más de treinta años desde el apagón que cambió nuestro mundo. Yo era joven, apenas un púber. Mi vida giraba en torno al colegio y los videojuegos. Nunca olvidaré aquel domingo y cómo podría. Todo comenzó el 11 de septiembre de 2050, a las seis con treinta y dos de la tarde, o tal vez todo terminó a esa hora.
Aquel día, yo estaba jugando en línea con mis amigos. Era un juego de realidad virtual que nos llevó a Las Vegas para encontrar a unos estafadores que se escondían entre los jugadores del casino Luxor. De repente, el visor se apagó y la comunicación con mis amigos se desconectó. No tuve opción, me saqué el visor y lo dejé a un costado mientras me preguntaba qué había pasado. Traté de llamar a mis amigos, pero el implante tampoco funcionó. Era extraño, estaba todo en silencio, salvo por el sonido de la sutil brisa de una tarde de septiembre. Yo era del tipo de niños que estaban todo el día conectado, ya sea por clases, juegos o para compartir con los amigos. Mi vida estaba en línea. La ausencia de conexión apretó mi pecho al punto que decidí acudir a la única persona que me podría ayudar:
—Mamá —grité, expresando mi urgencia. Un silencio ensordecedor me envolvió haciendo palpitar mi corazón con fuerza. Entonces, empecé a sudar como bestia de tiro—, mamá —volví a gritar, mientras pasaba una mano por mi frente. Sentí un alivio instantáneo cuando escuché sus rápidos pasos en la escalera.
Los segundos se volvieron interminables hasta que vi el rostro amable de mi madre asomándose por la puerta, ¡cómo la extraño! Detrás de ella apareció el rostro afligido de mi padre. Mi madre era ejecutiva de cuentas en el banco y mi padre era ingeniero de la empresa eléctrica. 
—Fue un PEM —dijo mi padre jadeando con sus ojos desorbitados como si hubiera presenciado la mayor de las epifanías. Al observar nuestra perplejidad continuó—, un pulso electromagnético, nos deben estar atacando. 
Aunque acertó con lo que produjo el apagón, se equivocó sobre el origen y la proporción del supuesto ataque. Él era un fanático de las teorías de conspiración y un ataque calzaba bien con lo que ocurría. El problema era que no estábamos en guerra y la relación con los países vecinos nunca había sido mejor.
—Cata —le dijo a mi madre, utilizando ese cariñoso diminutivo de Catalina—, busca todos los envases que tengamos, los debemos llenar con agua.
—¿Qué ocurre, Gabriel? —preguntó ella con un leve temblor en su voz, al ver la mirada intensa de mi padre.
—Si esto lo produjo un PEM —continuó él, tomando con cuidado mi mano y la espalda de mi madre para guiarnos a la cocina—. Es razonable pensar que no solo se quemaron los equipos de la casa, también los dispositivos electrónicos que controlan el agua. Debemos juntar toda la que podamos antes que las tuberías se vacíen.
Mi abuelo solía contarnos que hasta finales del siglo XX existían 4 estaciones en el año. Cuando mis padres nacieron solo había dos: el verano seco y caluroso, y el invierno frío y carente de lluvia. Desde entonces se le dio un valor especial al cuidado del agua. Llevábamos semanas con temperaturas sobre los treinta grados y enfrentar ese calor sin agua fresca hubiera sido un enorme problema. Todos nos enfocamos en llenar ollas, botellas e incluso la tina de baño.
Recuerdo que reflexioné: «no es tan grave, unos días con un corte de agua, igual la podemos comprar en el supermercado», sin saber que solo era el principio de una serie de eventos aterradores, que se convirtieron en los años más espantosos de mi vida.
Lo que ocurrió a continuación fue aún más extraño. A los pocos minutos del apagón, el cielo, que antes se encontraba completamente despejado, comenzó a iluminarse con luces ondulantes de colores intensos que parecían venir de todas partes. Era como una aurora boreal que cubría el cielo. Fuimos a la terraza para ver de mejor forma el espectáculo. Mis padres miraban las luces, perdidos en la belleza del juego de colores, entonces la magnificencia del evento se transformó en terror cuando un gigantesco rayo se precipitó a tierra. No pudimos ver donde cayó, pero segundos después cayó otro, y luego otro. Aunque ya había presenciado tormentas eléctricas, esta superaba todo lo que había visto en mi vida. La ciudad quedó iluminada por los destellos de miles de rayos. Jamás olvidaré como se erizaba mi cabello cada vez que uno caía cerca de nosotros, ni tampoco ese sonido de baja frecuencia, reverberando en mis intestinos. Aún hoy, siento angustia cuando veo un rayo o escucho un trueno. 
Mi padre nos empujó dentro de la casa para que nos cobijáramos en el comedor. Nos hizo subir a las sillas de madera, aludiendo que estaríamos más aislados, tuvo razón, varios rayos cayeron en nuestro patio. Uno de ellos partió un viejo árbol por la mitad; los otros cayeron sobre el pasto, e incluso algunos cayeron sobre nuestra casa, siendo llevados por las cadenas de acero hasta la tierra bajo nosotros. Esperamos, hasta que la tormenta pasó.
Desde la cocina observamos el patio, parecía zona de guerra, el árbol incendiándose y grandes manchas negras delataban los lugares donde los rayos entraron en la tierra. Mi padre estaba atónito, mi madre no paraba de llorar y yo no entendía nada de lo que pasaba. Recuerdo haber pensado si ese sería el fin del mundo como algunos lo habían profetizado en tantas oportunidades, pero no tuve tiempo para seguir pensando.
Cuando creíamos que todo había acabado, un sutil crujido nos indicó la llegada de un temblor. Para los habitantes de Chile, un temblor de 3 o 4 grados, es casi imperceptible, pero como estaba todo en silencio y nos encontrábamos tranquilos, lo pudimos sentir. El movimiento comenzó suave y se extendió más de lo habitual, aunque en vez de disminuir pasó con violencia a convertirse en terremoto. La casa se movió en todas direcciones, haciéndonos caer al piso; a pesar de que intentamos ponernos de pie, no lo conseguimos. Me arrastré hasta el marco de la puerta donde logré ponerme de pie, pero la pared que me sirvió de apoyo se movía tan fuerte que me golpeaba en la cara, yo seguí agarrado por unos segundos hasta que finalmente me tumbó y no pude volver a levantarme. De repente, la intensidad del movimiento disminuyó. Esos breves instantes fueron aprovechados por mi padre, quién nos tomó y nos sacó de la casa, llevándonos a la parte más alejada de nuestro patio; entonces llegaron las réplicas, las que fueron peores que el sismo inicial. Ya no era opción permanecer de pie, el suelo te levantaba y te azotaba una y otra vez como en un trampolín de acero. Cada vez que tocábamos el piso dolía con intensidad. 
Ante nuestros ojos, la casa, la única casa que yo había conocido, comenzó a desmoronarse. Primero los vidrios estallaron, luego cayó el techo sobre el segundo piso, al final la estructura no pudo soportar y colapsó sobre los cimientos. Las normas de construcción sísmica son algo que se tomaba en serio en el país y a pesar de ello nuestra casa quedó reducida a escombros.
Las réplicas se sucedieron por horas, dejando cada vez más tiempo entre una y otra. En uno de esos lapsos fue mi padre a buscar entre los escombros y trajo unos cobertores con los que armamos una improvisada tienda entre dos pequeños arbustos que aún permanecían de pie. Una nube de polvo cubrió la ciudad, oscureciendo la ya terrorífica noche. Pequeños destellos se divisaban en la distancia, probablemente incendios, fuera de ello todo era oscuridad. No sabíamos cómo estaban nuestros vecinos ni amigos, pero en la noche escuchamos gritos de dolor y llantos. Mi padre intentó ir a ver lo que ocurría, pero mi madre lo detuvo.
—Gabriel, no se ve nada —dijo ella tomándolo del brazo—. Si te pasa algo no los podrás ayudar y a nosotros tampoco. Esperemos a que amanezca.
—Papá —le supliqué— quédate con nosotros.
—Está bien, Mateo —dijo dándome un golpecito en la espalda—. No te preocupes, todo va a estar bien.
Entonces lo supe, por primera vez en mi vida sorprendí a mi padre en una mentira. A partir de ese día nada estuvo bien.
Los temblores continuaron toda la noche, y a pesar de estar a la intemperie no pasamos frío. Mis padres no dijeron nada esa noche, pero sé que los dos estaban aterrados.
Nos acercamos a la casa en cuanto amaneció, donde la luz del sol cruzaba la densa polvareda que levantó el terremoto sumado a los múltiples focos de incendio que dejó la tormenta eléctrica. El panorama fue desalentador, la casa estaba completamente destruida, tal como los muros perimetrales y el portón de acceso se encontraba en el suelo. Tuvimos que pasar sobre los escombros para llegar a la calle. Donde vimos que lo ocurrido a nuestro hogar se replicó en toda la cuadra.
—La casa ya había soportado un terremoto grado 8,5 —dijo mi padre—, este debió superar con creces ese valor.
Vimos a nuestro alrededor intentando encontrar a más personas, pero no había nadie. Hasta que un grito desgarrador llamó nuestra atención, provenía de la casa de la familia González. Caminamos calle abajo cuando vimos a la señora González salir tambaleando de su propiedad.
—Ayuda, por favor —imploraba la mujer—. Mi esposo está atrapado. 
Mi padre dejó a la mujer al cuidado de mi madre y fue a ver si podía hacer algo, cuando lo intenté seguir, se dio vuelta elevando su mano hacia mí.
—Cuida a tu madre —me dijo antes de perderse en la derruida casa.
Pasó casi una hora antes de ver la figura de mi padre saliendo de los escombros con un bulto en sus hombros, era nuestro vecino. Lo depositó con cuidado en la vereda, luego se sacó la chaqueta y la colocó bajo la cabeza del señor González. Su esposa intentó abalanzarse sobre el hombre, pero mi madre lo impidió.
—Él va a estar bien, dejemos que respire —le dijo con voz calmada, la que al parecer tuvo un efecto tranquilizador en la mujer, quién de inmediato dejó de luchar para sentarse al lado de su marido.
Fui con mi madre a buscar agua y encontramos unas botellas que habíamos llenado el día anterior. Parte del agua la utilizamos para sacar la tierra pegada en nuestros rostros y el resto se lo dimos a sorbos al señor González.
—¿Qué pasó? —dijo el vecino desorientado.
—No sé qué decir, Tomás —respondió mi padre. Creo que hasta ese momento desconocía el primer nombre del señor González—. No me imagino como se pueden relacionar estos eventos: él PEM, la aurora boreal, la tormenta eléctrica y luego el terremoto. Los tres primeros se pueden deber al Sol, pero el terremoto no debería tener una relación tan directa.
—Debes buscar mi radio —le pidió el señor González—, debe estar cerca de donde me encontraste.
—No te va a servir, todo lo electrónico se quemó.
—No esa radio —dijo confiado—. Está preparada para los PEM, es una radio militar. Recuerda que soy general de aviación.
—Lo intentaré —dijo alejándose.
Un rato después llegó mi padre con un aparato en la mano que parecía un celular viejo, tenía perillas, botones y una enorme antena.
El señor González marcó unos números y se puso a hablar con alguien al otro lado, luego dejó el aparato a un costado.
—La ayuda vendrá en un par de horas —dijo aliviado—. Esto es muy grave, no solo nos afectó a nosotros, al parecer es algo global.
En ese momento no comprendí sus palabras; lo primero que pensé fue que «global» se refería a Santiago, todo Santiago; luego a Chile, aunque yo hubiera dicho país; pero «global», para él, era el planeta Tierra, el mundo, nuestro mundo. A pesar de lo intensa de la experiencia en Santiago, las ciudades costeras sufrieron aún más, maremotos arrasaron las costas del planeta. En los eventos combinados de ese día, miles de millones de personas perdieron la vida junto a miles de millones de otras especies, convirtiéndose en la sexta extinción registrada.
Horas más tarde fuimos rescatados y llevados a la base aérea, donde mis padres ayudaron al general González a rescatar a más sobrevivientes y recuperar alimentos y medicinas. Además, debieron enterrar a los muertos en grandes fosas comunes. A cambio de nuestro trabajo nunca nos faltó alimento y siempre estuvimos seguros. 
Una mañana, salí de la tienda de campaña que habían colocado para nosotros y encontré a mi padre viendo la cordillera, cuando notó mi presencia me dijo:
—¿Por dónde sale el Sol, Mateo?
—Por el este, papá —le dije orgulloso de saberlo.
—Pero… —entonces me dijo algo que me aterró—, ¿por qué está saliendo por el sureste?
Lo miré consternado, luego vi la cordillera. Mi padre tenía razón, los destellos de luz del amanecer estaban apareciendo muy al sur. Le quise preguntar, pero salió corriendo con tal velocidad que no lo pude alcanzar. Ese pequeño cambio explicaba por qué bajó tanto la temperatura en esa época del año.
A los pocos días se nubló, luego una leve lluvia no anticipó la tormenta que vendría. Tres meses sin ver el sol y diez metros de nieve la convirtió en la tormenta más grande jamás vista en Santiago. Nos llevaron a instalaciones subterráneas, lo que nos permitió soportar las inclemencias del clima. Otros no tuvieron la misma suerte, la mayoría de aquellos que se negaron a abandonar sus hogares, murieron congelados. Cuando por fin se despejó, vimos un panorama desconcertante, ahora, el sol estaba saliendo por el oeste. Tal como lo anticipó mi padre, el planeta estaba rotando de una forma diferente, el nuevo movimiento de la Tierra fue llamado «postración».
Desde el apagón, las estaciones del año dependieron del giro de postración. Lograron calcular que un ciclo completo de postración tomaba 240 días y producía dos estaciones: Verano donde se sobrepasaban los 50 grados centígrados y el invierno que llegaba a 40 grados bajo cero. El año solar siguió durando los 365 días, por ello en cada año había tres estaciones extremas, así un año solar podía tener dos veranos y un invierno, pero el siguiente llegaría con dos inviernos y un verano. Al principio fue confuso, pero ahora es el día a día. 
Otro cambio relevante a nuestra forma de vida fue que el día pasó de 24 horas a 36 horas, provocando una serie de problemas fisiológicos al tratar de adaptarnos a ese horario. Finalmente, se decidió no luchar contra millones de años de evolución y enmarcamos nuestras vidas a las 24 horas que la biología permite.
Durante los primeros años perdimos a muchas personas, entre ellas a mi madre, pero aprendimos a sobrevivir en un mundo diferente. Yo crecí y me convertí en soldado, tiempo después recibí el honor de ser el general de Santiago, cómo lo fue el General González algunos años antes.
Me gustaría poder decir que la humanidad aprendió; sin embargo, no fue así. Junto a los sobrevivientes protegemos el valle de Santiago de las hordas de bárbaros que intentan robar nuestro alimento y destruir todo por lo que luchamos. Con el tiempo, nuestra pequeña ciudad-estado, comenzó a comunicarse con otras. Ahora, juntos comerciamos y crecemos. 
Hace una década uno de nuestros ingenieros se las arregló para conectarse a un viejo satélite, el que para sorpresa de muchos aún funcionaba. Nos envió imágenes del planeta, en ellas pudimos ver que miles de kilómetros cuadrados estaban cubiertos por una capa de tierra vitrificada: toda Europa, además de una parte de Asia y África; otros miles de kilómetros fueron incinerados. Nadie sobre los 33 grados latitud sur sobrevivió. Así, los lugares menos dañados fueron partes de Chile, Argentina, Australia, Nueva Zelanda y una mínima parte de Sudáfrica. El análisis de dispersión mostró que el epicentro del evento se encontraba en Suiza, justo en el nuevo acelerador de partículas de 100 kilómetros del CERN. No sabemos cómo o por qué, pero algunos teorizan que lo ocurrido fue la apertura de un agujero de gusano que se conectó, por una fracción de segundo, con el núcleo de una estrella. Este extraordinario acontecimiento explicaba el PEM, la masiva aurora boreal, la tormenta eléctrica, el terremoto y el movimiento de postración.
Si bien, estuvimos a punto de extinguirnos, no lo hicimos. Para sobrevivir decidimos sacrificar algunos derechos e incrementar nuestros deberes. No somos una democracia, pero tenemos la libertad de irnos cuando queramos y somos capaces de recibir a todos aquellos que pidan asilo. Cuidamos y protegemos tanto a nuestros niños como ancianos, el resto debemos trabajar. Los crímenes y la desidia son castigados severamente, los culpables son condenados al exilio entre uno y tres ciclos de postración, si sobreviven pueden regresar al hogar.
No aspiramos a ser una sociedad perfecta. Lo que tenemos es simplemente lo mejor que hemos podido construir.

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